viernes, 8 de octubre de 2010

Una colaboración de Gonzalo Abella: FAntasmas (Cuento)

Compartimos con ustedes este relato que nos envia Gonzalo Abella y su esposa Isabel.
 
Cuento corto

Fantasmas

Desde que le anunciamos por teléfono nuestra visita y la llegada a su establecimiento rural pasaron seis meses. No es nuestra culpa de que su estancia quede tan alejada de  las rutas que transitamos usualmente. De todos modos, su respuesta había sido concisa y clara:
-Vengan cuando quieran. La puerta siempre está abierta. Difícil que yo no esté. Si no me ven es que estoy por los potreros  revisando alambrados o trabajando con los animales. Están en su casa; así que entran y me esperan. Y si no contesto el teléfono… el “rurancel” ese, no se preocupen. Ni lo oigo a veces. Queda colgado en cualquier lado…
Fama de hombre solitario y tranquilo tenía Crispín Quijano. En el pueblo más cercano, estación  Peralta, todos lo querían y muchos le debían favores. Fue allí donde nos recomendaron, a mi esposa y a mí, visitarlo para conocer historias de luces malas y aparecidos.
Los dos hijos de Crispín, ya casados, viven en Montevideo desde hace años. El hombre había quedado solo.
Y al fin, seis meses después de lo anunciado, mi esposa y yo llegamos y allí estaba el viejo, flaco y barbudo como nos lo habían descrito, sentado en un banco bajito a la puerta de las casas, cebando mate de un termo que reposaba junto a sus pies y que tenía una calcomanía del caudillo Aparicio Saravia.
Habíamos entrado por un inmenso potrero que anunciaba el “Establecimiento La Baguala”; y ya acercándonos a las casas nos había llamado la atención la ausencia de perros, esos compañeros imprescindibles del trabajo con el ganado.
La antigua estancia era como tantas de esa zona que aún no ha invadido el monocultivo forestal, esa macha maligna que ahuyenta la vida y ahuyenta memorias. Por suerte, ni sombra de monocultivos cerca de “La Baguala”. El paisaje alrededor sigue intacto.
La construcción central era una antigua edificación de un solo piso en forma de U, rodeando un jardín muy descuidado con un jazminero y un rosal que escoltaban el aljibe. Era imprescindible una poda y un corte del césped, pensé.
El anciano aparentemente nos reconoció tan rápidamente como nosotros a él. Esperó que nos aproximáramos, tomó su termo y mate y, sin saludarnos siquiera, nos dio la espalda y entró a un inmenso comedor donde se sentó en un extremo de la mesa, frente a nosotros. Allí quedó como esperándonos.
Miré a mi esposa, entramos y nos sentamos también, como aceptando las reglas del inesperado ritual. 
Y Crispín no se hizo rogar para pialar memorias y testimonios.
Sus relatos sobre “aparecidos” al principio no nos  aportaron mucho de nuevo. Confirmaron, con ligeras variantes, las historias sobrenaturales del lugar que ya conocíamos.
De su silencio inicial, Crispín había pasado a un relato lineal, lento, casi inexpresivo, donde una anécdota se ataba a la siguiente casi sin dejarnos respirar.
Sí, le confirmábamos, por supuesto sabíamos ya que esa zona estaba muy próxima a los potreros de la masacre contra los charrúas en 1831. Sí, sabíamos de las maldiciones que caían sobre las familias que ocuparon las tierras indias. Habíamos oído de aquel joven terrateniente que se jactaba de guardar los huesos de los indios masacrados por sus ancestros, y cuya avioneta cayó inexplicablemente de nariz en el Río Negro. También sabíamos que la brújula enloquecía en los antiguos lugares sagrados y que la batería de las filmadoras se agotaba antes de filmarlos. Que lo mismo ocurría con el motor de los automóviles de los arqueólogos que venían a buscar huesos humanos como quien busca dinosaurios. Que el viejo Bonifacio había tapiado las paredes de la habitación donde habían sido asesinadas familias charrúas pues no soportaba los gritos que se oían por la noche. Sabíamos de los galopes espectrales y del relinchar de caballos en los potreros vacíos. Ante cada relato asentíamos con la cabeza pero él seguía contando.
Tomaba mate sin ofrecernos, y nosotros bebíamos del nuestro. 
Al final mi esposa, suave pero con firmeza, lo interrumpió y forzó una pregunta:
-¿Y por aquí cerca? ¿Y en este mismo establecimiento…?
El anciano miró por encima de nuestras cabezas y contestó:
-Acá, claro, hay presencias. Mis hijos las sienten. Por eso ellos no se quieren quedar por la noche. Estas presencias…Vivieron aquí antes que nosotros. Son una familia y ahora que volvieron todos se reúnen en esa otra pieza. Tienen derecho. Cada cual tiene sus recuerdos ¿no es? No me molestan. No son almas atormentadas. No tienen culpa: esa familia compró “La Baguala” mucho después de la masacre, y la vendió a mis padres hace apenas medio siglo. Somos inocentes. Podemos estar juntos y en paz.   
-¿Y qué dicen sus hijos, don Crispín…?
-Mis hijos vienen por el día, pero no se quedan a dormir aquí. Van a lo del primo en Paso de los Toros. A ver… esperen un poco…
Salió de la habitación sin avisarnos. Permanecimos en silencio observando el descuido, el abandono de la habitación. Volvió casi sin ruido y nos dijo:
-Tengo qué hacer… Pueden quedarse esta noche, si quieren…
Y volvió a perderse en el pasillo.
La idea de quedarnos esa noche era seductora  No había aroma de alimentos en cocción,  ni ropa de cama a la vista en los catres que asomaban en el cuarto vecino, pero traíamos sobres de dormir y todo lo necesario para una noche de campo. Pensamos en quedarnos pero también en los trescientos kilómetros en ruta y los compromisos en Montevideo la mañana siguiente. La lógica, tan neurótica y tan urbana, pesó más en nosotros que la magia del lugar. Mi esposa y yo nos hicimos una simultánea señal negativa con la cabeza.
Don Crispín no volvía. Afuera ya era noche. ¿Debíamos esperarlo? No había sido muy cortés, después de todo. Asomándome al pasillo interior, que comunicaba la hilera de piezas, grité:
-Don Crispííín ¿Me oye? Gracias por todo; tenemos que irnos. ¡No se moleste en despedirnos! Hasta muy pronto…
Me encogí de hombros y mi esposa lo hizo también, como un espejo.
El motor encendió en seguida y las luces largas violaron el encanto de la noche.  Otra vez los potreros inmensos, y la luna acompañándonos hasta dejar los caminos pedregosos y entrar en la ruta hacia el Sur.
En la estación de servicio de Paso de los Toros  paramos para llenar el termo con agua caliente y cargar el tanque de nafta. El muchacho del servicio nos conoce bien.
-¿Y  de dónde viene ahora?
-De acá cerquita,  de la estancia La Baguala.
-Qué raro… No vi pasar a los hijos de Don Crispín. Siempre paran a saludarme cuando vienen a la estancia. Porque mi padre fue capataz allí… Bueno, yo me crié con ellos.
Iba a interrumpirlo para aclararle que no fueron los hijos, que había sido el  viejo quien nos atendió, pero mi mujer, más intuitiva, me apretó la mano y me detuvo. Entonces el muchacho continuó su reflexión:
-…Pero no los veo desde… ¿A ver? Claro, un mes ya. Cuando enterramos al viejo Crispín Quijano. 

nota del autor:
(Felicitaciones a Eduardo, y a vos por el trabajo realizado, tantro por su aspecto de investigación como por su enfoque estético y pedagógico. Sin duda felicito también al alma de ese Antonio que ustedes mencinan tanto.
Los pueblos originarios más que trueque hacían reciprocidad; es decir, no calculaban el valor material de cada objeto de intercambio sino el afecto que había rodeado su elaboración. Por ello te enviamos un cuento breve que resume la magia de nuestro trabajo investigativo de veinte años. Si querés compartirlo, publicarlo, o guardarlo como curiosidad, es tu decisión. Si preguntás sobre su contenido adelanto una respuesta: por favor, digamos que es sólo fantasía. Es mejor así.
Gonzalo Abella)

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